ACUERDO HISTÓRICO ENTRE EL GOBIERNO DE COLOMBIA Y LAS FARC/ Historic agreement between the Colombian Government and the FARC

000-mvd6581194-jpg El pasado 23 de junio de 2016 se firmó en La Habana el acuerdo para un cese al fuego bilateral y definitivo entre el Gobierno de Colombia y las FARC; un hecho sin duda histórico que pone fin a 52 años de conflicto armado en el país. El cierre del proceso de paz, que oficialmente se inició el 4 de septiembre de 2012, ha consistido en un arduo esfuerzo que se salda con cerca de 300.000 asesinados y 35.000 secuestrados. “El Fin del Conflicto” − tal y como se ha bautizado al acuerdo−, no supone, sin embargo, el fin de la guerra ni la conflictividad en Colombia sino, en el mejor de los casos, el cese de las hostilidades por parte de las FARC.

El acuerdo consiste en un cese al fuego que se pone en marcha desde la firma del mismo, así como la entrega de armas por parte de la guerrilla. Esta se realizará en tres fases con un periodo máximo de seis meses y será monitorizada por representantes del gobierno de Colombia, las FARC y una misión de la ONU integrada por observadores de la CELAC. A su vez, los guerrilleros (en torno a 6.400) se concentrarán en 23 áreas donde existen poblaciones y en ocho campamentos, desde los que se pretende que comiencen una integración en la vida civil. Sin embargo, persiste el miedo de que algunos guerrilleros no se desmovilicen y tiendan hacia otros grupos como el ELN o las bacrim (bandas criminales) en un país en el que la realidad es que la violencia no viene solo de las manos de las FARC. Colombia es un país en el que determinadas regiones están asoladas por la acción guerrillera y las actividades de bandas mafiosas, contando con que el narcotráfico constituye una parte importante de los ingresos y un lastre para el país y, en sí, para la efectividad en los procesos de paz. A día de hoy la preocupación no es a causa de una posible falta de compromiso con el acuerdo, sino de la continuidad de la violencia y de la falta de movilización de algunos guerrilleros por problemas estructurales del país. En efecto, Colombia ha realizado nueve procesos de paz en el pasado con grupos guerrilleros y paramilitares que han dado paso a periodos más pacíficos que, no obstante, han contado con las dificultades que entraña un Estado que no controla cerca de la mitad de su territorio. A su vez, el desempleo y el empleo ilegítimo son elementos que afectan enormemente a la seguridad ciudadana, por lo que no se pueden eliminar de la ecuación de la violencia en Colombia.

A pesar de todo, desde el cese al fuego unilateral (20 de julio de 2015) se ha logrado reducir la lucha armada contra la población civil en un 90% en un Estado en el que los homicidios por conflicto armado suponen el 20% de todos los asesinatos. Sin embargo, lo más destacable del acuerdo es la capacidad que se le ha tendido al gobierno en su lucha contra otras milicias y grupos criminales. El acuerdo ha sido una victoria para un pueblo que lleva 50 años invirtiendo en sus fuerzas públicas antes que en educación, con lo que sin duda significa la apertura de un camino para una mayor estabilidad y, en el largo plazo, mayor inversión en políticas públicas −infraestructura y educación primordialmente− que saquen al país del atraso en el que está inmerso. Por otro lado, los acuerdos han contado con el respaldo de todos los partidos, a excepción del Centro Democrático que critica el proceso de paz conducido por Santos. Ello, sin embargo, no afectará al acuerdo ya que ha sido integrado en el bloque constitucional, que solo permite la modificación de manos de una Asamblea Constitucional o una mayoría absoluta del Parlamento.

A modo de conclusión, no se puede más que aplaudir el acuerdo alcanzado que, sin duda, muestra la fuerza del gobierno de Colombia y el fracaso de la lucha armada, así como luz hacia el logro de una paz duradera. Sin embargo, no se debe desestimar que Colombia cuenta con dificultades estructurales y que el acuerdo e incluso la desaparición de las FARC no son el antídoto contra la violencia. El acuerdo pone fin a una guerra civil política, pero no a otras formas de violencia, ni mucho menos a todos los problemas que asolan al país.


colombia_-_paz.jpg_1718483346-e1443096376944On June 23, 2016 the agreement for a bilateral and definitive cease-fire between the Government of Colombia and the FARC was signed in Havana; certainly a historical event that ends 52 years of armed conflict in the country. The end of the peace process, which officially began on September 4 2012, consisted of an arduous effort that ended with nearly 300,000 killed and 35,000 kidnapped. «The End of Conflict » – as the agreement has been named-, does not imply, however, the end of conflict in Colombia but rather, in the best case, the cessation of hostilities by the FARC.

The agreement consists of a ceasefire that starts from the signature, as well as the arms surrender by the guerrilla. This will be done in three phases with a maximum period of six months and will be monitored by representatives of the government of Colombia, the FARC and the UN mission observers composed of CELAC members. In turn, the guerrillas (around 6,400) will focus on 23 areas where there are populations alongside in eight camps, from which it is intended for them to begin their integration into civilian life. However, the fear is that some guerrillas would not demobilize and tend to other groups like the ELN or bacrim (criminal gangs) in a country where the reality is that violence does not come only from the hands of the FARC. Colombia is a country in which certain regions are wracked by guerrilla action and activities of mafia gangs, given the fact that drug trafficking is an important part of the income and a burden for the country as well as for effectiveness in the peace processes. Today the concern is not because of a possible lack of commitment to the agreement, but given the continuing violence and lack of mobilization of some guerrilla because of structural problems in the country. Indeed, Colombia has made nine peace processes in the past with guerrillas and paramilitary groups, which despite giving way to more peaceful periods, they have also manifested the difficulties of a State which controls about half of its territory. In turn, unemployment and the illegal employment are elements that greatly affect public safety and which cannot be removed from the equation of violence in Colombia.

Nevertheless, since the unilateral ceasefire (July 20, 2015) it has succeeded in reducing the armed struggle against the civilian population by 90% in a state where killings by armed conflict account for 20% of all the murder’s. However, the highlight of the agreement is the ability that has set the government in its fight against other militias and criminal groups. The agreement was a victory for a country who has been 50 years investing in its public forces rather than in education, and which undoubtedly means opening a path to greater stability and, in the long term, increased investment in public policies – mainly infrastructure and education− in order to take the country out of the backwardness in which it is immersed. On the other hand, the agreements have had the support of all parties except the Democratic Centre, which has criticized the peace process led by Santos. This, however, will not affect the agreement as it has been integrated into the constitutional bloc, which only allows modification in the hands of a Constitutional Assembly or an absolute majority in Parliament.

In conclusion, we can only applaud the agreement which undoubtedly shows the strength of the government of Colombia and the failure of armed struggle, showing the light towards achieving lasting peace. However, we should not dismiss that Colombia has structural problems and that the agreement and even the disappearance of the FARC are not the antidote against violence. The agreement ends a political civil war, but not other forms of violence, much less all the problems plaguing the country.

 

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