Colombia lleva más de 50 años en guerra, una guerra contra sus propias insurgencias, que hasta hoy se calcula que ha producido unos ocho millones de muertos, y es por ello que el gobierno actual, heredero del Uribismo, tiene como objetivo el fin total de la violencia guerrillera en el país. Tras las negociaciones con las FARC, la administración del presidente Santos afronta el inicio de un proceso negociador con la segunda fuerza paramilitar de Colombia, el ELN.
El ELN, activo desde 1964, ha accedido tras unas primeros contactos exploratorios a comenzar unas negociaciones que lleven a la paz y la democracia; para ello se pretende aplicar las mismas condiciones impuestas a las FARC, por ejemplo que se apliquen los mismos tribunales de paz a ambas organizaciones, de modo que, pese a que los conflictos sean independientes, el final de la guerra sea uno.
El ELN estaría en disposición de aceptar el reconocimiento de las víctimas, el sometimiento de los guerrilleros a un tribunal de paz, el cese bilateral de las hostilidades y el desarme, a cambio de la negociar la incorporación de miembros del movimiento a la actividad política y la revisión de la situación de los miembros en prisión, así como la participación ciudadana activa en el proceso de paz.
Pese a que la solución al conflicto parece hoy más cerca que nunca, muchas voces en la sociedad colombiana, entre ellas la del principal partido opositor «centro democrático», claman contra las negociaciones, argumentando que el gobierno no debería sentarse con «asesinos y narcotraficantes» sino juzgarlos y encarcelarlos.
La predisposición a la negociación de las guerrillas puede haberse visto precipitada por la situación política actual de Venezuela, su principal valedor histórico (no en vano las negociaciones se realizarán en Caracas, residencia de la cúpula de liderazgo del ELN): El gobierno bolivariano está en la cuerda floja, agarrándose como puede al poder tras perder claramente las últimas elecciones, y el país está en una situación de emergencia en la que podría producirse un cambio de gobierno, un golpe de estado o un hundimiento del sistema en cualquier momento. Esta realidad es contraproducente para los grupos guerrilleros, que verían amenazada su supervivencia en el caso de perder el apoyo al Este de la frontera. Así mismo, (una de las principales quejas de la oposición a Santos) se presentaría una oportunidad única para introducir el dinero del narcotráfico en el circuito legal.
Aunque solo estamos al inicio de las negociaciones, un éxito podría suponer un cambio radical en la historia de Colombia. El vacío dejado por los grupos paramilitares podría dar pie a la aparición de nuevos grupos de guerrilleros, «escisiones» de los grupos actuales que no estén conformes con los acuerdos alcanzados con el gobierno y grupos de narcotraficantes que aprovechen la situación para hacerse con el mercado de la cocaína. Además, la falta de rigurosidad en el desarme podría llevar a la aparición de un gran mercado de armas y a la presencia de un gran número de guerrilleros sin oficio ni beneficio, pero entrenados. Sea como fuere, y pese a que las negociaciones son un paso adelante, la violencia en Colombia está muy lejos de acabar.
After the negotiations with FARC, Santos president’s administration faces a new negotiation process with the second biggest guerrilla force in Colombia, the ELN.
ELN, active since 1964, has consented to start negotiations to get the peace and democracy; and to do so, they want to work under the same conditions as applied to FARC, for instance to have the same peace courts, in the way to end the conflict definitely.
ELN would be able to admit the pain of the conflict victims, to be jugded by a peace court, to stop the hostilities and start the disarmament if the government negotiates the incorporation to politics of some of the movement followers, the checking of the situation of their prisoned fellows and the active citizen participation in the peace process.
Although nowadays the conflict’s end seems to be closer than ever, many voices from the Colombian society, including the main opposition party “centro democrático”, are crying out for the negotiations arguing that the government has to judge and incarcerate those “assassins and drug dealers”, not to sit with them to talk.
The guerrilla’s inclination to negotiation could have been hurried because of the current political situation in Venezuela, their main historical support (that’s the reason why the negotiations will take place in Caracas, home of the ELN leaders): The Bolivarian government is walking on thin ice, trying to hold the power as many time as they can after clearly loosing the elections, and the country is in an emergency situation in which the government could change from one day to another (a coup d’etat or even the collapse of the system). This possibility is counter-productive for the guerrilla groups, whose could see their survival threatened if they lose the support from Venezuela. Likewise (one of the most recurrent complains from the opposition) it will be a unique opportunity to launder drug-dealing money.
Although we are at the start of the negotiations, a success could mean a change in Colombia’s history. The vacancy left by the paramilitary groups could result in the apparition of new guerrillas, “splits” from people whom doesn’t agree with the agreements reached by their leaders, and drug-dealers groups that would try to take advantage and rule in the new open cocaine market. In addition, the lack of strictness in the disarmament could lead to the birth of a new weapon market, and to the presence of a lot of well-trained and unemployed fighters. In any case, and although negotiations are a step forward, violence in Colombia is very far from ending.
FERNANDO LAMAS MORENO
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